Soledad Aller.Presuponemos que es nuestro corazón quien nos dicta lo que sentimos, quien marca y sella nuestro destino. Curiosa metáfora, un órgano cuya única función es irrigar nuestro organismo (sin ánimo de menospreciar esta imprescindible función) , le asignamos la virtud del amor y desamor.

Realmente no se enamora nuestro corazón, se enamoran nuestros sentidos, los olores, los sabores, el tacto, e innegablemente , también la vista. Personalmente reconozco que me enamoro como loca con el olfato ¡¡qué bien huele!! Es un piropazo desde mi persona.

Las catas a ciegas se comenzaron a realizar como un juego, pero también para eliminar de nuestra forma de amar todos los posibles prejuicios derivados de marcas, embotellamiento, etiquetas… cualquier distracción que aminorase nuestra capacidad.

En la primera fase de la cata, olfativa, posiblemente vamos a obtener mucha información sobre el vino, nuestro cerebro va a recibir inmediatamente una orden clara de aceptación o, una leve declinación, pero una orden. Lejos de lograr ni siquiera determinar a qué nos recuerda ese olor, con que lo identificamos, antes de todo esto ya sabremos si nos agrada o no.

Nadie puede negarme que si un vino le golpea la nariz recordándole las tardes con sus abuelos en la cocina de carbón cuando fuera había una tremenda nevada que cubría todo el camino, el cuál desdibujaba el surco de las “madreñas” de los supervivientes de ese frío invernal, nadie me negará que aunque ese vino no goce de otras cualidades gustativas va a enternecerle y la orden de su cerebro va a ser de aceptación.

Así es el amor amigos/as, secuestra a nuestro sentidos , y nos guía en la aventura de, simplemente, vivir.

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